En
la que puede ser considerada su larga edad juvenil, el Tango conoció como único
destino el baile. Era música, en verdad, pero al servicio exclusivo de la danza
y no del canto o del concierto, hacia los cuales evolucionaría más tarde por la
exigencia colectiva.
Nació,
pues, para ser bailado en cualquier lugar en donde se le abriese cancha a la
pareja –constituida, primero, por dos compadritos y luego por hombre y
mujer- anhelosa de dibujar en el suelo la coreografía de su inspiración.
Luego
en las academias y peringundines se perfeccionaron todas las
figuras del ballet tanguero: el corte, el abanico, la media luna, el paso
atrás, la corrida...
Con
el tiempo vinieron los grandes maestros para convertir el baile en arte. Es
justo recordar, entonces, al vasco Casimiro Ain (1882-1940) y su
pareja Edith Peggy; Ovidio
José Bianquet conocido como Benito El Cachafaz (1885-1942); Egidio
Scarpino, llamado La Lora (1894-1969); y Giussepe
Giambuzzi ó Tarila (1889-1961); entre muchos otros.
Debió ser algún duende -el duende de
la gracia-, disimulado en la apariencia de un marinero o inmigrante alemán,
quien introdujo el bandoneón en la Argentina para que el Tango se
sirviese de él y a través de su grave, de su bronca voz adquiriera el tono
definitivo de la hondura lírica de Buenos Aires.
No ha quedado testimonio de la fecha
de su milagrosa llegada. Pudo haber sido en los alrededores de 1865 ó poco más
tarde; puede haber resonado por vez primera en los cafetines de la Boca del
Riachuelo. Cualquier conjetura es admisible. Sería inadmisible, en cambio,
sospechar que sin el fueye la música del Tango hubiese podido suscitar
plenamente la nostalgia e inundar de emoción a los porteños.
Sin esta oruga que se abre y se
cierra con lamentos quejumbrosos, el Tango carecería de la fuerza pujante
de la cual es dueño para avivar sentimientos y recuerdos...
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