Ya libre de los
obstáculos del prejuicio rayano en la abominación que cierta gente sentía ante
su solo nombre, el Tango tuvo acceso a todos los ambientes de la sociedad.
Había dejado de ser la música para hombres de determinada condición –no la más
alta en la escala de los valores
convencionales, en realidad- y, en consecuencia, las damas tenían derecho a
escucharlo y bailarlo. Señoras y niñas se sumaron, entonces, a la larga
caravana de adoradores y oficiantes del Tango, redimido por la fuerza
irrefrenable de su caudal melódico y su sustancia sentimental.
De ese modo, la mujer pudo oírlo en
los lugares más diversos, firuletearlo en la danza y cantarlo con pasión
o delicadeza, según cuadrara. Los autores de letras de Tangos, sin embargo, no
le ahorraron sinsabores, acusaciones y deslealtades, como si no tuviese virtud
alguna.
En cualquier aspecto que quiera
contemplarse, el Tango ha llegado hasta sus formas actuales merced a las
evoluciones por las cuales cruzó a lo largo de su marcha en el tiempo.
Hubo un momento en el cual se
comprendió, por parte de sus cultores inteligentes, que era indispensable
modificar la expresión instrumental para que estuviese a tono con la
importancia cada día creciente del Tango. Allí hay que buscar el origen de las
grandes orquestas típicas, con su alineación de bandoneones, violines, piano y
contrabajo, que infundieron una voz poderosa pero armónica a la melodía
tanguera.
El
maestro FRANCISCO CANARO (1888-1964), cuyo nombre completo era Francisco
Canarozzo, fue uno de los pioneros del TANGO ORQUESTAL,
junto a otras figuras como el director, intérprete y compositor Roberto
Firpo (1884-1969); el violinista, compositor y director Julio de
Caro (1899-1980); el maestro Osvaldo
Nicolás Fresedo (1897-1984) y el bandoneonísta y director de orquesta Anselmo
Aieta (1896-1964); entre los precursores, alistaron conjuntos de
formidable calidad, prestigio y resonancia. HABÍA EMPEZADO ASÍ, UNA NUEVA
ÉPOCA PARA EL TANGO.
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