Más
allá de su pinta de compadre con barretines de jailaife a su
modo, Eduardo Arolas ganó rápidamente fama en
Barracas, donde nació, y más tarde en la Boca y en el centro de las
noches porteñas, como intérprete y como creador de rica y feliz vena, puesto
que compuso, entre otros, los Tangos: La Guitarrita, La Cachila, El
Marne, Derecho viejo, Catamarca, para no citar sino algunos
de su pródiga producción.
Quemado por el alcohol, al cual se
entregó a raíz de un revés sentimental, murió en París, el 29 de septiembre de 1924,
a los 32 años de edad; pero desde entonces, sobrevive como un verdadero mito
que une la realidad a la fantasía.
TANGO..., aunque el
solo nombrarlo constituía, para mucha gente, una suerte de blasfemia y
connotaba, para su horror, el vicio y la degradación, el Tango ganó sin pausa
el fervor popular y avanzó, con firme resolución, hacia el centro de Buenos
Aires.
A la larga, nadie pudo resistir el
hechizo de su música y hasta los salones más empingorotados y selectos
de la sociedad porteña se abrieron a su paso triunfal.
Pero justicia al mérito: antes de
llegar a los círculos aristocráticos, encontró devoción y calidez en los bajos
fondos y en el pobrerío de humildes refugiados en los conventillos.
Allí, en los palomares donde se hacinaban treinta o cuarenta familias,
el Tango iluminó, con los farolitos de papel, las fiestas del patio
librado de trastos para hacerle cancha a los bailarines, que se floreaban a
punta de taco y flexiones como de acróbatas.
Para aumentar la atracción de su presencia, adosaba al Organillo una jaula con un loro. Este salía cada vez que el organillero abría la puerta y con su pico sacaba de una caja un diminuto sobre que contenía el Mensaje de la buena suerte para quien lo adquiriese. ¡Por una sola monedita, se podía escuchar un Tango y se sabía qué fortuna reservaba el destino!...
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