martes, 8 de julio de 2014

EL TANGO...Sus orígenes (III)

Más allá de su pinta de compadre con barretines de jailaife a su modo, Eduardo Arolas ganó rápidamente fama en Barracas, donde nació, y más tarde en la Boca y en el centro de las noches porteñas, como intérprete y como creador de rica y feliz vena, puesto que compuso, entre otros, los Tangos: La Guitarrita, La Cachila, El Marne, Derecho viejo, Catamarca, para no citar sino algunos de su pródiga producción.

            Quemado por el alcohol, al cual se entregó a raíz de un revés sentimental, murió en París, el 29 de septiembre de 1924, a los 32 años de edad; pero desde entonces, sobrevive como un verdadero mito que une la realidad a la fantasía.

            TANGO..., aunque el solo nombrarlo constituía, para mucha gente, una suerte de blasfemia y connotaba, para su horror, el vicio y la degradación, el Tango ganó sin pausa el fervor popular y avanzó, con firme resolución, hacia el centro de Buenos Aires.

            A la larga, nadie pudo resistir el hechizo de su música y hasta los salones más empingorotados y selectos de la sociedad porteña se abrieron a su paso triunfal.

            Pero justicia al mérito: antes de llegar a los círculos aristocráticos, encontró devoción y calidez en los bajos fondos y en el pobrerío de humildes refugiados en los conventillos. Allí, en los palomares donde se hacinaban treinta o cuarenta familias, el Tango iluminó, con los farolitos de papel, las fiestas del patio librado de trastos para hacerle cancha a los bailarines, que se floreaban a punta de taco y flexiones como de acróbatas.    

            Para reafirmar su derecho a la conquista de Buenos Aires sin distinción de sectores sociales ni de zonas, el Tango ganó también la calle a través de los Organilleros. Los había que se transportaban en carros tirados por caballos –construidos por la empresa Rinaldi Hermanos- y los de mano, es decir, los individuales, con cada uno de los cuales cargaba un hombre y su perro, que iban de cuadra en cuadra y de casa en casa ofreciendo la musiquita de Tango enrollada en pequeños cilindros perforados. 

Para aumentar la atracción de su presencia, adosaba al Organillo una jaula con un loro. Este salía cada vez que el organillero abría la puerta y con su pico sacaba de una caja un diminuto sobre que contenía el Mensaje de la buena suerte para quien lo adquiriese. ¡Por una sola monedita, se podía escuchar un Tango y se sabía qué fortuna reservaba el destino!...


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